De Manuel Casás Fernández

                                                        La Coruña, 14 de febrero de 18981

Mr Emilio Zola

Mi distinguido y excmo. Sr: Tengo el gusto de enviarle un ejemplar de La Voz de Galicia, que inserta unas cuantas líneas2, que testimonian la admiración con que se contempla vuestra nobilísima actitud en frente de las asechanzas de una misma intransigencia.

Fiad en el fallo de la historia.

Su admirador.

Colección: I.T.E.M.-C.N.R.S. Centre d’études sur Zola et le Naturalisme.

1. Manuel Casás, además de ser abogado (según indica el membrete de su carta), tuvo una importante producción literaria como lo atestiguan sus obras: Pláticas y Crónicas. Apuntes literarios (La Coruña, 1907), Voltaire criminalista (Madrid, 1930), Proceso del Catalanismo. Antecedentes… El problema regional en la Segunda República Española (Madrid, 1932) y Concepción Arenal. Su vida y sus obras, (Madrid, 1936).

2. El artículo que acompaña apareció en La Voz de Galicia el día 14 de febrero de 1898, firmado por el propio Casás Fernández. El título completo del artículo, inscrito en la sección Algo de Crónica, es «Zola y los judíos.- Sellés y Gabriel D’Annunzio; el fracaso de Cleopatra.- La ciudad muerta». Reproducimos aquí la primera parte del mismo:

«Esa campaña violenta e iracunda con que Francia acomete y persigue a los hijos de un pueblo que se creyó escogido es un anatema y una lección. Es anatema, porque a aquellas palabras escritas por el tierno Lamennaix: “La raza de Israel está marcada con un sello más terrible que el de Caín; una mano de hierro ha escrito sobre su frente: ¡Deicida!” añaden hoy los franceses, como mancha de oprobio y de ignominia, una sola palabra: “Traidor”, que es maldición que a un tiempo mismo pronuncian los labios caldeados por la brasa de un patriotismo que quiere lavar con sangre las huellas con que las botas de los prusianos mancillaron la tierra francesa.

No hay resignación para acatar las desgracias sufridas; el ansia de una próxima revancha ciega los ojos y perturba los corazones, y de un lado a otro de la nación surge, como ola gigantesca, una protesta viva, ardiente y vehementísima contra el desgraciado cautivo en la Isla del Diablo, y contra los hijos todos de Israel, a quienes tachan de enemigos de la patria. En medio del atronador grito de venganza y de indignación que resuena en el pueblo francés, óyese la voz de Zola que vibra con acento enérgico y elocuente para defender a Dreyfus y a toda la raza judía.

Aquella inteligencia potente y briosa; aquella pluma creadora, que trazó con perfiles magistrales páginas notables de la literatura contemporánea, conviértense en duro escudo que ampara al infeliz oficial que ante una terrible acusación de espionaje vióse despojado de espada, insignias y condecoraciones e insultado por la alborotada muchedumbre, que arrojó sobre su frente el escupitajo de colérico e infamante desprecio.

Y Zola, que fue calificado por sus enemigos como cachazudo y egoísta burgués –¡él que diera tan fuerte palmetazo a toda la burguesía en su Pot-bouille!– y el insigne autor de Germinal, a quien los envidiosos de su talento y de su fama echaron en cara su semejanza con Ganesa, el ídolo indo de abultado abdomen y cabeza de elefante, que sólo atiende a los apetitos groseros y a las ambiciones sensualistas, desdeña esa aura popular que le acarició con los halagos de la gloria, mira con indiferencia la tranquilidad de su castillo de Medán –que es en la literatura francesa templo venerado de donde salieron ilustres escritores y eminentes poetas que son el orgullo de la cultura francesa –y aquel de quien se dijo que todo era método, todo cálculo, todo análisis frío, todo egoísmo, deja en tierra sus arreos de Sancho, y empuñando la lanza de D. Quijote quiere desfacer los agravios y enderezar los entuertos del pueblo francés y acomete con furioso empuje a grandes y pequeños, a aristócratas y plebeyos, a autoridades y a súbditos, y se dispone a cambiar su cómodo sillón de escritor por el duro y peligroso banquillo de procesado.

Y esa juventud animosa del barrio Latino, en la gran ciudad, que siempre admiró al ilustre Zola, ahora derriba y maltrata a su ídolo y lo convierte en ridículo monigote que sirve de burla y de chacota a la irritada muchedumbre. Y con la juventud estudiosa los catedráticos de las Universidades de Francia levantan bandera para reñir batalla contra Zola, condenando su obra cristiana de perdón y de fraternidad. ¡Cómo recordará Zola la ironía fina y cáustica, picante como guindilla, con que el famoso Voltaire azotó las destemplanzas y las intransigencias de los doctores de la Sorbona!

Es también una lección esa campaña de Francia contra los israelitas, porque en ella enseña cómo un pueblo donde la revolución escribió el evangelio de la tolerancia, una nación que levantó grandioso altar a la hermosa trinidad de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad, arroja cadenas infamantes al cuello de los infelices hijos de Jehová, y los acosa, los persigue, los insulta y los maltrata como si en vez de hombres fuesen bestias. ¡Oh, si esos escándalos ocurriesen en España, cómo se nos recordaría que éramos la nación de Felipe II y que teníamos los huesos calcinados por las hogueras de la Inquisición!

Aquí, gracias a Dios, somos más demócratas y más tolerantes que en Francia, y no miramos a la nariz del vecino para reconocer su procedencia católica o judía.

En nombre de la civilización y del progreso, en un siglo de libertad, se reproducen aquellas palabras con que Ferien, en su Cuadro del socialismo, compara la tolerancia con la peste y maldice a quien, con la libertad religiosa, pide paz para todas las almas. Y esas cenizas del que se llamó a sí mismo apóstol de la tolerancia, que acaban de ser removidas en su antigua sepultura con la veneración y el respeto de todos los franceses, qué estremecimiento de espanto no habrán sentido ante esos gritos con que la multitud acorrala a los desgraciados descendientes de Israel. Si viviese Voltaire tendría que borrar aquellos versos famosos con que cantó el triunfo de la tolerancia religiosa: Et dans l’Europe enfin l’heureux tolérantismo / De tout esprit bien fait devient le catéchismo […]»