Me sorprendí con el pensamiento en mí y en Omar; yo, con un tercio de cerveza de Yuste bien fría y él, a mi lado, desparramado por el césped. Esperábamos la cena, incrédulos de nuestra suerte, del placer en aquella terraza sobre la Garganta de San Gregorio, del frescor que nos enviaban la corriente y la noche. A enredarse en nuestro silencio, llegaban los murmullos de otros grupos que ocupaban mesas; un par de amigas planeando un viaje, una familia de tres hijos a los que un padre locuaz y alegre animaba el encuentro, unos abuelos con la nietecita, y en otra, tres amigos que dejaron los móviles cuando llegó el vino bien frío. Y otro grupo, más lejos, detrás del árbol, de los que apenas podía distinguir nada. A Omar y a mí, nos gusta que nos lleguen ráfagas de conversaciones, una exclamación que sobresale en la conversación, lo suficiente para estar tranquilos sin dejar de sentirnos en el mundo.
Antonio, el gerente, nos trajo el foie marinado con reducción de Ribera del Guadiana y una tosta de rulo de cabra con cebolla confitada. La carta nos había dejado boquiabiertos –después de salir de Jaén con un bocadillo de mortadela y un plátano para hacer casi seis horas de carretera- y pensé que debía obligarme a considerar que se trataba de una noche de vacaciones, la única en muchos meses, y que la elección era apropiada para tal festejo. Además, no busqué aquel placer; nos quedamos allí pensando que habían sido muy generosos aceptando a Omar y que, para ir a cenar a otro sitio, mejor hacíamos el gasto a ellos, que eso es de ser agradecidos. Cuando llegó el postre, subí otro escalón de felicidad; el tiramisú era de los mejores que había probado nunca –quizá el mejor, si lo sumamos al entorno paradisíaco. No contuve mis ganas de preguntar si todo era casero. Y sí, Azucena, la propietaria y cocinera, dominaba como nadie ese arte que transforma nuestras necesidades más animales en un discurso inteligible de sensaciones y emociones.
La habitación era estupenda, amplia y confortable. Omar pudo descansar bien toda la noche, convaleciente, como estaba, de una penosa ciática. No soy de las que buscan y comparan. Me armé de una lista de hoteles de la zona, cerca del Monasterio de Yuste, y, sin querer, comencé telefoneando al último que había anotado. Llamé con un poco de timidez e inseguridad, pensando que me preguntaría la raza o el peso para decirme que no aceptan perros grandes –no es habitual que te dejen hospedarte con un golden retriever-, o que directamente me diría que nada de mascotas. No necesité, pues, ascender en el listado. La casa rural Puerto del Emperador, en Aldeanueva de la Vera, sería nuestro lugar de descanso. Habíamos salido de Jaén a las dos de la tarde, con 39º, y llegamos a llamar a su puerta a las siete y cuarto de la tarde. Tomé la llave, pero no dejamos nada de equipaje; nos íbamos directamente a Garganta la Olla. Cuando Azucena me vio que me iba sola con Omar, me dijo que la llamara para cualquier cosa que necesitara, lo que fuera. Me sentí cuidada. Luego comprendí que lo que me había salpicado era el profundo amor que se tienen Antonio y ella.
Por la mañana, desayuné en la terraza, rodeada de flores. Omar echado y esperando siempre cualquier movimiento para adelantarse a mis intenciones y parecer que es él quien lleva la iniciativa. Antonio me enseñó las sandías que cultiva junto al cauce. Charlé con los propietarios, y Omar y yo dejamos aquel lugar sabiendo que dejábamos allí a una pareja amiga.
Nos fuimos directamente al Monasterio de San Jerónimo de Yuste. Omar disfrutó de un paseo entre los árboles. Después, yo, de una visita guiada por el monasterio. Y vuelta a Jaén, con pimentón de la Vera, unas cervezas de Yuste y un queso de cabra Viejo Maestro.
Hay veces que la vida te hace regalos inesperados, que te sorprenden y te dan alas para seguir caminando.
Hay veces que ciertos detalles, que no te esperas, te convencen de que merece la pena por lo que estás luchando.
Tu comentario en el blog es uno de esos casos Encarnación. Fue leerlo y emocionarnos como niños. Y me gusta, nos gusta seguir emocionándonos por la satisfacción de ver que nuestros clientes, que pretendemos amigos, disfrutan y son capaces de captar la esencia de nuestra casa.
El comentario de mi marido cuando acabamos de leerlo fue:» Merece la pena o no merece la pena». Y desde luego que merece la pena. Eso es lo que queríamos conseguir cuando nos planteamos este proyecto, conseguir dar un trato cercano y familiar y supongo que para eso sólo basta con quererlo y sentirlo y eso se transmite por si sólo a los huéspedes, al igual que al cocinar se transmite el amor a la cocina en los platos.
Muchas gracias , de verdad, de corazón.
No sabes cuanto nos ayuda moralmente tu comentario.
Un abrazo.
Antonio y Azucena
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