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Volvíamos una y otra vez, por las tardes, a la Plaza Roja de Moscú. Los casi siete kilómetros entre ida y vuelta por la calle Tverskaya nos parecían un paseo reparador por donde detenernos, a la vuelta, en una librería a las diez de la noche, en un teatro a las seis de la tarde, o recorrerla de un tirón a modo de cansancio último. Yo tenía trece años cuando compré, en un supermercado, La ruelle de Moscou, de Ilya Ehrenbourg. A esa edad en que todo es descubrimiento y sorpresa, quizá lo cogí porque me llamó la atención su portada; en realidad nadie me había recomendado el libro. Se veía un cielo rojizo y callado en el que brillaba una estrella; seguramente la misma foto que he ido buscando todas esas tardes, quizá, y más probable, anhelando algún resplandor adolescente. Para mi suerte, la encontré, junto a la Catedral de San Basilio, en un fondo cielo noche sobre una plaza curiosa y relajada; cielo día sobre plaza parlanchina y bulliciosa; la descubrí a diferentes horas queriendo simular los dos cuadros de la obsesiva catedral de Rouen que la propia ciudad exhibe. Pero el Pushkin…  pero el Pushkin, pequeño, frente al puente del Patriarca, en un barrio de luz envolviendo las mansiones azul turquesa pastel, atado por la trama eléctrica que guía los pequeños autobuses, nos mostró su secreto; y allí me quedé encerrada, atrapada con los peces rojos de Matisse. Tendré que volver a por mí, a por mis migajas que se quedaron repartidas en las afueras de Novodevichy a ver si al fin puedo entrar; en las cúpulas de noche y estrellas de la iglesia de nuestra señora de Kazán.  Y otro sitio donde estoy segura de que me quedé; un terreno de apenas cien metros, de suave pendiente entre  la iglesia de la Ascensión y el río Moskvá a su paso por Kolómenskoye. En la fachada trasera de la iglesia, Iván el Terrible hizo construir un sillón del trono; no me extrañó, la curva del río es para soñar.

Esto es, querida Cristina, algo de lo que te puedo contar sobre el viaje a Moscú. Desde que nos diste los visados a Clemen y a mí, y comenzó la aventura, la inquietud de lo desconocido; los días con Irina, nuestra guía y mujer responsable; los lugares donde, solas, sufrimos de la incapacidad de descifrar una letra; el chocolate de la fábrica Octubre Rojo; la zozobra de salir a la calle y no saber por dónde cruzar a la otra acera de Tverskaya; hasta traernos un trozo de historia con nosotras.

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