No tenía más de cinco años y llevaba atado a la rodilla un exuberante puñal de plástico para proteger a mamá, por si venían los osos. La madre llevaba la mochila de acampada de la que sobresalían las flechas de juguete. Él, bebé, se abrazaba a la columna que le ofrecía la pierna de su madre durante el trayecto en metro. Los dos irían a pasar unos días al bosque en las afueras berlinesas. El día en que dejábamos Berlín, María se fue temprano a trabajar y Clementina y yo debíamos desayunar solas. Cuando su hermana le preguntó dónde habíamos ido, ella le respondió que fuimos a ‘desayunar con los pajarillos’. Es una terraza interior, frente al hotel, donde algunos gorriones venían a comer las migajas de nuestros platos; llegamos a dejarle el espacio en la mesa del cuarto comensal. Una mañana llegó uno muy desesperado y rápido cogiendo todos los trocitos de pan que podía, a dos baldosas quedó otro, más torpe e indefenso; el valiente y seguro humedecía en su pico el alimento y, con gran decisión, recorría los escasos centímetros para pasarlo al pico del otro. Clemen recordó que había visto a mi padre hacerlo así con el alpiste cuando criaba algún pajarillo perdido. Luego fuimos en bicicleta hasta la Isla de los Museos y decidieron que mamá iría en medio de las dos; esta vez no quise hacer valer mi autoridad —cada vez menos— y me abandoné a su protección de ellas. Vimos Nefertiti, nos extasiamos con la decoración de la muralla de Babilonia y nos paramos a cada paso ante el ‘árbol de la vida’ asirio. Mientras tomábamos un currywurst observábamos aquella pareja sentada de cara al sol, en una terraza junta al río, viendo pasar los barcos, los dos reclinados, frente a una enorme copa de helado y fresas, él envolviéndola en su brazo, ella soñando con los ojos cerrados. Nos fuimos a recorrer el muro, atardecía cuando llegamos a los últimos metros, junto al Oberbaumbrücke. El paso del agua era espectacular; el muro, la orilla, el río, y me senté a descansar. María me hizo una foto en la que vimos luego, como quien se sorprende tras revelar en la cámara oscura, la simetría de otro viajero haciéndome la misma foto (ver y ser visto, vivir y ser vivido, buscar lugares de emoción y cargarlos de nuestra impronta sentimental). Al cruzar a la otra orilla les pedí que miraran el agua rosa del Spree; no sé si sería el sol recostándose sobre el río antes de marcharse, si el largo reflejo del puente a modo impresionista, si el amor, pero el agua tenía el color rosa spree.
Rosa spree
02 martes Ago 2016
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