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De esos días en que una excursión para cuatro o cinco se queda en dos. Él tenía que dar la última clase del curso. La facultad, en lo alto, presidía la floración malva de las jacarandas —suave veladura añil sobre fachadas de dormidos ocres— a derecha e izquierda de una coqueta avenida que, a mitad de camino se olvida de su compostura y baja corriendo como una loca a abrazar al mar. Yo esperaba delante del Caffe’ Svizzero con las alforjas llenas ya de unas decenas de fotos, tomadas en poco tiempo, queriendo aprovechar; pobre ignorante de lo que el día me tenía reservado.
Hablando yo por los codos, Gabriel, adelantándose a mis preguntas, puntuaba el paisaje con datos curiosos, históricos, cultos; así cruzamos el Campidano y, sin darme cuenta, habíamos subido al altiplano de Abbasanta. En dos minutos —antes incluso de que me diera tiempo a componerme con bolso, cámara y esas cosas— llegó con lo que considero uno de los grandes lujos de mi vida: una guía para explicarnos Santa Cristina sólo a los dos.
El poblado sagrado está en tierra llana, rodeado de gigantes olivos salvajes custodiando el témenos. Me descoloca el todo; la pequeña altura de piedras que queda del muro circular de la sala de reuniones, la paz de los majestuosos árboles, el cielo sin horizonte tocando la línea de piedra basáltica, la luz entrando en el pozo nurágico. Compulsivamente hago fotos —Joanna, nuestra guía, me deja tiempo— no quiero que se me olvide ningún detalle; ni el centímetro que va avanzando o retrocediendo cada bloque de piedra, ni el agujero de la bóveda que un día pueda dejar pasar una lechosa luna, ni el trapecio que me deslumbra y recibe como nueva a la vida cuando salgo del templo subterráneo. Me vuelvo loca haciendo fotos —y empiezo a sospechar de mi compañero. No hace fotos como yo, sin embargo, también lleva una cámara de envergadura; pero no, no hace más que una de vez en cuando, casi con disimulo —desde luego más elegantemente que yo (algo que me preocupa)— así que decido pillarlo con las manos en la masa. Se ha parado dos segundos, ha hecho una foto, miro hacia donde ha enfocado, no veo nada, me desespero, le pregunto, ¿qué has visto ahí? Da una respuesta natural y pausada: “es que esa luz deja en aquellas hierbas unos matices…”; yo no veo nada ni luz ni ninguna emoción que me merezca la pena recordar más tarde, y digo “¡ah!”.
Joanna nos lleva a la zona del poblado civil nurágico y allí acaba su acompañamiento. Pierdo un poco la noción de la realidad, es un jardín de Albine literalmente tapizado de flor de olivo, alcornoques trabándose para esconder rincones, piedras de un cuerpo forradas de musgo, y una torre nurágica en medio, una escalera de caracol, un juego de hace más de once siglos a. C. Tengo fotos de todos los ángulos de las piedras, de la torre, de los caminitos y las ramas cubiertas de musgo. Al despedirme le pedí a mi compañero que no olvidara enviarme alguna de sus fotos… Tarde anoche, llegando a casa, me encuentro un email para saber cómo había hecho el viaje; y una foto. Comprendí que las trescientas que yo había tomado son documentos para no olvidar mis emociones; que Gabriel hace fotos de artista: él había reunido en una sola toda la esencia sensible del lugar, sus estratos simbólicos, y se veía perfectamente la hierba vibrar con otra intensidad en aquel segundo de luz.
Para Gabriel, para Lola, y para Àngels que me ha pedido que se lo cuente.