Etiquetas
Durante varios años, los sábados y los domingos, acompañaba a Clementina a jugar partidos de tenis en la competición de su categoría. Aunque ella jugaba muy bien y se preparaba concienzudamente en los entrenamientos y procurábamos darle a la actividad la importancia de simple formación y juego que debe tener a esas edades, no puedo evitar aún hoy la emoción. La chiquilla me miraba a veces de reojo entre bola y bola; yo me ponía gafas de sol para que no viera mi mirada, me encajaba en una postura recta e intentaba aguantar los brazos pegados a mí para que no se escapara ningún aspaviento, las piernas se me quedaban engarrotadas, como dormidas. Sólo al comenzar a poner en juego una bola, antes de que se concentrara dándole unos botecillos para luego lanzarla al aire y buscarla con toda la fuerza de su raqueta, en ese momento es cuando yo, como si nada, marcaba un gesto de asentimiento con la cabeza —procurando que fuera sereno para transmitirle la mejor energía de su madre. En realidad, se me petrificaba la nuca, sentía el corazón encogerse y debilitárseme la respiración hasta que en la misma escuadra de la punta de la cancha, ella devolvía una bola y entonces el torrente de sangre volvía a batir y a retumbar en mi oído.
El otro día, los padres de José Carlos —papá y mamá— estaban sentados en la segunda fila a mano derecha escuchando la defensa de tesis de su hijo. Sus rostros apacibles, mirada confiada, sus portes serenos, sin cambiar de posición durante varias horas, me llevaron a buscar sus manos; papá tenía las manos apoyadas sobre su rodilla ahuecándolas en forma como de cajita en la que guardaba cuidadosamente, como quien cuida de un gorrión, la mano de mamá dejando sólo ver las yemas de los dedos de ésta. Pensé en cómo cada uno de ellos notaría la energía que estaba circulando en el otro, que se comunicarían y reconocerían en el más mínimo vibrar del meñique quizá o en el pequeño calor del hueco de la palma o si se hablarían con una caricia de pluma en la cara interna de la muñeca.
El momento de después suele ser igual en todos los casos. Una satisfacción personal contenida por el resultado de los años de esfuerzo que ellos también han realizado: cada uno a su manera, los que este último mes y medio han vivido el padre y el marido de Lourdes de quien recuerdo sus gestos de cariño absoluto; el marido de Ana María y el esfuerzo que hizo ella para sacar horas de investigación cuando dejaba cada día su aula del colegio; la familia de Angelina, su madre que me habló de cómo disfrutaba escuchando a las mujeres hablar de estos temas; el hermano, la tía, la abuela y los padres de Carolina cuando salimos juntos por la puerta de la universidad; el marido de Esther y los cuentos que ésta escribe para sus hijos; los padres de Isabel y todos los amigos que vinieron de Úbeda para estar con ella; y los amigos y compatriotas de Corina y de Duha que permitieron que las salas de tesis se tornaran un trozo de Rumanía o una parte de Palestina. Todos estaban ahí porque habían vivido con ellas o con él las horas de encerramiento y llegaba el momento de sacar a la luz su trabajo, pero seguro que su complicidad se agrandó cuando allí, solas y solo en la pequeña mesa frente al tribunal, en algún momento se acompasó su trago de saliva con el de alguno de los familiares.