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Estuve dando vueltas en la estación del metro para encontrar unas escaleras automáticas, pero finalmente la desgana por el cansancio acumulado me hicieron desistir y decidí que sería mejor hacer un último esfuerzo; así que salí fuera estirando de la pesada maleta y al llegar arriba la dejé descansar mientras me recuperaba ordenando el bolso bien atado al asa. Miré luego al frente. El Duomo se me presentó sin dejarse ver, pero el peso de la mole respiraba en la niebla y su vaho me apretaba al cruzar rápido el lateral buscando la oscuridad de la calle del Palacio Real. Había memorizado el camino varias veces antes de salir de Jaén; lo que no impidió que el agotamiento me empujara a dudar, a preguntar. Frente a mí estaba la via Sant’Antonio, recogida y mística, como una extensión de la catedral. Abrió el portón una pareja de jóvenes indonesios, sonrientes y de lo más serviciales. Ca’Monteggia es un hotelito de cuatro habitaciones que su dueña, Stefania, dirige con cariño. Ella misma, arquitecta, ha tenido el cuidado de remodelar una parte de la casa familiar, un edificio del siglo XVI, dejando la pequeña habitación verde para algunas solitarias viajeras románticas que por allí pasen. La cocina pequeña, como la de cualquier vivienda, se llena con una mesa delicadamente servida con todas las delicias que a ella se le ocurren. De pie, bien cubierta de un largo delantal negro, echada contra la encimera, se toma un café contigo, charlando, compartiendo, sugiriéndote cómo aprovechar al máximo el único día que estarás en Milán.
Me fui derecha a la plaza del Duomo y miré la catedral; de lejos, de cerca, los laterales, los detalles, las puntas, las caras, los ojos, las bocas, los caballos, los árboles, las hojas, los frutos. Con la angustia de no poder admirarlo todo, pasé dentro para ver si se pasaba un poco la obsesión del detalle perfecto; y me alarmó la magnificencia. Salí casi huyendo de aquella belleza que parecía explosionar en lo alto, a medida que subías la mirada.
Atravesé rápido la Galería Vittorio Emanuele, de paso hacia la Scala que dejé para más tarde cuando estuviera abierta al público la visita. Via Santa Margherita, via Meravigli y el corso Magenta buscando la “Última cena” de Leonardo, para la que ya no quedaban entradas ese día. Había recorrido las calles a paso rápido porque así me llega el vientecito de la vida de la ciudad; con los paseos tranquilos me distraigo en nimiedades, pero al compás de la marcha todo va pasando como una película que luego puedo recordar. Fue al llegar al final del corso Magenta cuando recordé las palabras de Stefania; efectivamente había una iglesia digna de visitar, pero tuve que tener el cuidado de buscarla en el tramo de regreso porque por fuera pasa desapercibida; una fachada más entre tantos antiguos edificios. Toda la discreción que tiene por fuera la iglesia de San Maurizio al Monastero Maggiore la tiene de exhibición por dentro; la libertad del artista, de Luini, no dejó lienzo de pared sin colores ni formas y no hay santa ni escena ni detalle que deje indiferente. Y cuando vuelves a cruzar el escalón, miras de nuevo la humilde fachada, y piensas menos mal que me avisaron.
Un cappucino en la pastelería Marchesi, visita a la excepcional pinacoteca Ambrosiana y al fin la Scala. En el museo de la ópera me reencontré con un personaje viejo amigo, Arlequín. Es uno de esos personajes que me acompañaron en la imaginación de la infancia, que luego miré adolescente desde la pasión por Picasso, que en la edad madura me devolvió Starobinski, que me sorprendo rellenando un rombo sí otro no tras cruzar varias líneas en la esquina de un folio mientras escucho una voz al otro lado del teléfono, que días antes de viajar a Milán me devolvió la lectura de una tesis sobre el teatro de Marivaux, y que ahora lo encontraba en toda su naturaleza, su ser. Me senté luego un rato en el restaurante Il Marchesino, con un té que me ocupó varias horas, a poner sobre el cuaderno las cuantas palabras que no podían olvidárseme. Hoy observo que, además de Maurizio y catedral maravillosa, añadí algunas tonterías más, pero que no anoté Arlequín.
Pinocchio e la stella (Antonello Dessi)
Texto muy bonito y sentido. Recorremos Milán contigo y compartimos emociones y sensaciones. Es como si estuviéramos allí contigo.
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