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Con la firme intención de no venirme de Cagliari sin ver la gente arrubia, convencí a Franco (uomo balente, como llaman en la región de Barbagia a los hombres sabios, capaces y de honor) en la tarea de acompañarme a fotografiar los flamencos rosas; los encontramos instalados en medio de la laguna, y, por más vueltas que le daba al objetivo, sólo conseguí una guirnalda de puntitos blancos que me animan a pensar en lo bueno que será regresar y verlos al fin ocupando mi retina como filtro para mirarlo todo de color de rosa.

La vie en rose que brinda la gente sarda y que me esperaba cuando entramos en casa de Giuliana.  El hogar de una sarda concebido para compartir. Autóctona como ella sola, busca –como aprendió de su padre– los mejores productos de la tierra, les dedica tiempo y los ofrece a quien quiera disfrutar de su refinado humor, de su voz alegre que salpica al final de la frase una generosa complicidad cuando te cuenta su historia de amor con Jacky. Segura de sí misma y de que te sacará una carcajada, te sienta a su mesa, agasaja con pasta, pescados, pecorino, flan, vermentino sardo y mirto hecho por ella. Y si es la primera vez que la ves, pues da igual; terminas dándole besos y abrazos como a alguien que te cuesta dejar.

Giovanna es otra de esas. Una sola sonrisa que compartas con ella, y el efecto perdura años; te recibe como si no te hubieras alejado nunca. Sensible y enérgica, interesada por todo, entre pequeños acercamientos te va envolviendo en su mundo de arte; su literatura, la pintura de Antonello Dessi, la casa-estudio donde viven, junto a la torre del Elefante, desde donde, a veces, el ‘Ulises rojo’ del salón, colgado en su lienzo, ausente de la conversación, desdeñoso de los mortales reunidos con zippulas y prosecco, busca de reojo las callejuelas cayendo al mar.

Cagliari está en una isla donde aún se escucha el canto de las sirenas. Mario y Claudia recogen parte de él.  Alguna nota se prende al pelo de la bella Susanna. Y  Franco lo entrega en el papel de seda que traen los bianchini de Lucio, la risa de Giuliana, el arte de Giovanna. Sea como fuere, son las sirenas quienes retienen al nómada-migratorio y deciden y embaucan allí para siempre a la gente arrubia. Yo lo oí.

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