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Desde Vavin, las tres amigas, felices de verse, recorrieron el bulevar contándose novedades, precipitando la conversación y las risas a la vez que Omarito festejaba con ellas tanta algarabía sin detenerse a escudriñar el suelo, ajustando sus cuatro patas a la marcha alegre. La banda paró en seco, decepcionada, ante la entrada a la terraza de Le Montparnasse llena a rebosar. Habían quedado allí con dos más, y aceptaron la pequeña mesita redonda pegando a otra que ya estaba ocupada. En el enredo de sentarse, ella, con todas las bolsas en la mano, miró ansiosa la silla vacía preguntándose si a aquel hombre le molestaría, cuando vio el brazo estirarse permitiendo dejar allí la torre de paquetes. Omarito había ocupado casi transversalmente el pequeño pasillo sin que se quejara el camarero. Ella miraba de reojo la mesa del solitario; un café solo terminado, se iría pronto y el grupo podría expandirse a sus anchas. Afortunadamente, aquel torso masculino se giró y pidió la cuenta. El platito marrón y la factura llegaron a la vez que llegaron las amigas, pero el hombre no tenía prisa por pagar así que ella, sin pensárselo, le pidió permiso para hacerse con su espacio, puesto que él ya se iba. Fue en ese momento cuando miró su rostro, quitó las bolsas y se sentó enfrente pidiéndole de nuevo perdón por la invasión. Entonces él encendió un cigarro, hablaron del miedo, de la tristeza, de su país, de la guerra, de las bombas. Encendió otro cigarro y la mesita redonda se transformó en una isla. Hablaron de Andalucía, de Sefarad, de que él sólo estaría en la ciudad dos días más antes de regresar a su país, de que los dos estaban de paso, él mirando su sonrisa, ella descubriendo sus ojos y sus rasgos mediterráneos. Omarito ladró y hubo que hacerle una caricia. Se desearon feliz estancia y feliz regreso.
Al día siguiente salieron solos, Omarito y ella. Volvieron a hacer el mismo recorrido. Era sábado y la terraza se estaba llenando pronto. El camarero se acercó con agua para el perro, y ella pidió un kir.
Un texto precioso, lleno de romanticismo y de nostalgia. Se parece a una canción de Sabina, con un componente literario añadido. Nos quedan las ganas de saber la continuación de la historia, si la hay. La imagen de Omarito y de su joven ama sentados en la terraza de Montparnasse, entre la espera y el olvido, es realmente maravillosa.
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