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Bordeando el parc Montsouris, su paso decidido precedía al dubitativo sol que cada mañana se asomaba entre los pinos, estirándose perezoso sobre el césped, rizándose en el estanque hasta penetrar esclavo del prisma marmóreo en la cabellera del Premier frisson. Escondido tras un sombrero campero, él, a diario, recorría la calle Nansouty, dejaba a la derecha la entrada al jardín de la avenida Reille y, los párpados bajados a la altura de la visera, las manos en los bolsillos, seguía hasta la Tombe-Issoire. Cruzaba el pasillo abierto a un diminuto patio interior; que un banco de madera y cuatro macetones llenaban con estorbo. Llevaba años subiendo el estrecho tiro de una escalera de madera terminada en un metro cuadrado de rellano a los pies de dos puertas ajustadas, en ángulo recto, azules a juego con las tabicas. Una placa con letra descuidada indicaba ‘Thérond’.

Ella sólo venía a veces, no siempre. Salía a almorzar, cerraba silenciosa la puerta azul, los peldaños marcaban la rotundidez de sus caderas, y él se asomaba presuroso, tras los postigos siempre cerrados, a verla tranquila cruzar la diagonal del patio; a veces su mata de pelo lo dominaba todo, en otras, el pañuelo de seda que anudaba bajo el mentón dejaba ver los mechones rubios buscando expandirse sobre su espalda.

Cuando Germaine y su amiga alquilaron la vivienda, la dueña les dijo que nunca tendrían problema con el vecino; que se trataba de un hombre silencioso que sólo acudía ahí para escribir en soledad. ¿Poeta, novelista? A ellas tampoco les importaba; no utilizarían el piso más que de vez en cuando, y sólo buscaban un espacio discreto cuando desearan estar tranquilas. Llevaba ya nueve meses yendo a la Tombe-Issoire sin que aquel apuesto enamorado viniera a verla; ni siquiera la llamaba. Thérond espiaba hasta sus sonidos y esperaba el momento de sentirse con fuerzas. En esa tarde lluviosa, un paraguas ocupando todo el rellano, él se atrevió a llamar y preguntar si molestaría al retirarlo. La puerta entreabierta, los dos se agacharon a recogerlo y sus ojos se encontraron. Tras dos años de vecinos, al fin ella le ponía cara. Curioso, nervioso e intimidado, bajó las escaleras torpe y veloz.

La mañana siguiente fue la segunda vez. Obligada a cuidar el perro de una amiga durante un par de días, bajaba las escaleras cuando él entraba a su hora matutina. Los tres no cabían, pero Jean Thérond aprovechó la estrechez para expresar su agradable sorpresa por el can; contarle lo que él apreciaba los perros. La parte interna de la escalera, tan diminuta, no daba para estar de pie en conversación; mientras él, entusiasmado al fin ante ella, articulaba algunas frases, Germaine se sentó en la pequeña huella varios peldaños por encima de él, sus ojos volvieron a estar casi a la misma altura, y él la observaba infantil y sonriente. Viendo que tras las frases obvias de la euforia del animal, los nervios volvieron a apoderarse de aquel hombre, se levantó pronta, agradeció ampliamente y deseó buenos días.