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Almadén, Aznaitín, Bedmar, Jaén, París, Robert Douvillé, Sierra Mágina, Viajar
Yo, Robert Douvillé, tengo una vida marcada por Sierra Mágina desde 1903. Soy hijo de Henri Douvillé, quien fuera presidente de la Société Géologique de France en el momento de mi nacimiento en 1881. Desde muy niño, mi padre y su amigo, el gran Schlumberger, me llevaban en sus paseos geológicos; me aficioné pronto a los fósiles, las algas y los animales abandonados por la marea. Mi carácter se forjó rue du Havre, en el Lycée Condorcet; y luego culminé mi formación en ciencias naturales en la Sorbonne. Estaba yo deseoso de iniciar una tesis doctoral, pero mis profesores me aconsejaron seguir asistiendo a clase y profundizar en los estudios de mineralogía y física general. Al fin llegó ese deseado momento de comenzar una investigación personal, y mis maestros me aconsejaron hacerlo en la provincia de Jaén. Allí me dirigí con veintidós años recién cumplidos.
Llevaba una carta de recomendación de Lucas Mallada, fundador de la paleontología española, y me presenté ante Rafael del Nido, entonces presidente de la Diputación provincial de Jaén, quien a su vez me puso en contacto con personalidades que hoy son amigos como Cecilio López Montes, director de la Escuela de Capataces de Linares, y con Alfredo Cazabán, ayudándome éste a contactar con propietarios de cortijos de los alrededores. Recuerdo a Ángel Camacho, administrador de Mata Begid, y a Arturo Catena del Cortijo del Almajar. Allí repuse fuerzas después de largas jornadas, acompañando las horas del que fuera mi guía durante esos años, Manuel Garrido, y de mi querido Antonio Serrano y sus mansos borricos.
La Guardia, Pegalajar, Torres, Jimena, Albanchez, Bedmar o Jódar, las tierras bajas de Sierra Mágina no tenían secretos para mí. Las recorrí como geólogo investigador, intentando resolver los enigmas que el terreno del Aznaitín (el Natín, que así lo llamaba Antonio), de la Serrezuela y del Almadén me proponían. Las apasionadas caminatas me dejaron amorosas improntas hacia unos pueblos escalonados, hermosos en su paisaje, pero con dificultades materiales que mi fiel arriero me suavizaba en todo lo que podía. Cuando publiqué mi tesis doctoral Esquisse géologique des Préalpes subbétiques, en la imprenta de Bouillant en 1906 —después de enviar varios informes reseñados en la revista de l’Académie des Sciences—, procuré que la última palabra de la introducción fuera “padre”, pues él me acompañó veinte días en el primer viaje por Sierra Mágina, pero no quise olvidar a mis amigos andaluces, a ninguno de ellos, ni a nuestros asnos. Incluí las fotografías que más me habían marcado entre las que justificaban el estudio científico en el que no cabía dejar suelta la pluma para expresar sentimientos. Sin embargo, de viva voz, toda la comunidad científica sabía de mi pasión por el suelo de Sierra Mágina, pues allá donde fui di cuenta de que es posible haber amado un trozo de tierra con un amor infinito. Tanto es así que cuando, truncadas mi vida y mi carrera académica por la gran guerra, caí en el campo del honor sólo diez años después de subir el camino entre Torres y Albanchez, de bordear el Aznaitín y salir a la gran visión del valle del río Cuadros, me tuvieron en la memoria del discurso inaugural de la Société Géologique, dijeron de mí que, mientras me encaminaba hacia la frontera, con la mochila a cuestas, a cumplir con el deber de francés, debió ser un bálsamo mi recuerdo del Almadén. Agradezco a Thévenin, nuestro presidente, que uniera mi nombre al de Sierra Mágina en su alocución que sin duda emocionó a mi padre.
Bonito homenaje a un hombre que admiró y conoció bien Sierra Mágina y a cuya fascinación sucumbió. Sabia alternancia de este fragmento con otros de corte más intimista o autobiográfico.
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