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La colonia de Bedmareñas en París en los años sesenta se ocuparon todas de que creciéramos en una familia grande. Los domingos en casa de Ramona Gámez —Beta— tenían para mí el descubrimiento de la multitud, del bullicio, de las ollas silbando, de la leche que siempre se le iba —atendiendo a tanta cosa—, de compartir el tiempo. La voz de aquella mujer fuerte y alegre sorprendía mis silencios, los hacía más mudos y a la vez pasajeros. Ocupaba la primera planta del “hotel”, que así llamábamos al edificio. Allí vivían también mi tía Isabel y mi prima Encarna, que tenían una máquina de hacer chorizos y a ellas acudían todas, como a una fiesta, como a reproducir los trabajos de las mujeres del pueblo en un ritual de risas que ocupaba a la comunidad. A mi tía le encantaba hacerme vestidos de croché. Mi prima Encarna me veía como a una muñeca, y yo, quieta, me dejaba acicalar. También en el hotel vivía María —la del Rubio Blanqueor—; recuerdo las tardes de domingo con sus hijos, en torno a la tele y viendo la película de Luis Mariano, que les encantaba a ellas. El “hotel” tenía la magia de las escaleras por las que bajaba y subía incansablemente el tropel de niños de una a otra casa sin solución de continuidad, corriendo, saltando, jugando como en una calle de pueblo. Me parecía no ser tan afortunada como ellos cuando, llegada la noche, me devolvían a mi espacio único. Paulita —Trapera—, con su voz dulce y sus gestos frágiles vivía también en Saint-Charles. En las fotos en su casa siempre me subían a una silla; así que salía más principal. Los fines de semana en casa de María Francisca —la Billetera— eran como unas vacaciones en el campo con sus dos hijas. Me despertó siempre interés la voz de esa mujer, tenía un acento maravillosamente exótico tanto si hablaba en francés como en español, lo escucho vivamente. De Manolita —Praos— no tengo recuerdos nítidos, y se volvió pronto. Y luego estaban Carmen y Pepa —Levita— siempre juntas, y que me permitían intuir cómo sería eso de tener una hermana para siempre. Carmen llenaba nuestras navidades, nos acogía a todos, como lo ha seguido haciendo luego con mis hijas. La elegancia de Carmen me hacía creer ingenuamente que las nocheviejas en su casa discurrían como las que pudieran tener cualquiera de mis amigas de l’avenue de La Bourdonnais.
Tenían todas ellas una inteligencia fina, una capacidad de adaptación muy superior a la de sus hombres; sabían moverse con prudencia entre el escaso margen de las costumbres que portaban y la infinidad de posibilidades que se les abría y a las que renunciaban en aras de la familia. Todas colaboraron en criar una segunda generación que no debía perder el amor a la tierra ni renunciar a todo lo bueno de la cultura que las acogía. Todas han vuelto sujetas a un nostos implacable y marcadas por l’égalité et la fraternité. Ambivalentes y mujeres, portadoras de raíces, creadoras de sueños.
EncarnacionMedinaArjona Bedmareñas