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Una tarde, por la ventana que daba al patio, la pareja de ancianos del tercero me hizo señas. Querían que subiera a su casa. Pedí permiso a mis padres y pasados unos días, después de vigilar yo su insistencia y ver que me llamaban reiteradamente con una mano apacible detrás del cristal, subí. Me tenían preparado papel de seda rosa y verde; me enseñaron a hacer una flor de papel arrugando los pétalos con la ayuda de un bolígrafo, con su tallo de alambre forrado. Bajé contenta.

Al cabo de una semana tenía mi propósito conseguido; un hermoso ramo de seis o siete flores de colores para la madre de mi amiga Bénédicte. Mi compañera de clase vivía en avenue Rapp, justo en la otra acera frente al colegio. Cuando llamé a la puerta, su madre me hizo pasar al salón de música; una sala abigarrada de objetos extraños, de países lejanos, de instrumentos inexplicables para mí, de otras culturas. No fui capaz de regalarle mis flores y esperé a que llegara mi amiga para decirle que el ramo era para su madre. Admiraba a aquella mujer, intuía en ella algo que yo no sabía explicar, pero que se acercaba a una libertad extrema, a un paso más allá de las mujeres que me rodeaban y me cuidaban con cariño, pero que no podían entonces franquear los límites que las encorsetaban. Era una mujer muy culta, con ademanes sueltos, ágil para comprender las situaciones, y todo eso también apuntaba ya a heredarlo mi amiga. Me gustaba quedarme allí con ella y sus hermanos pequeños, incluso apuraba hasta la hora del baño. Me sentía embobada viendo la enorme bañera donde entraban los tres, y me iba a la hora de la cena. En mi casa se cenaba más tarde, mi madre llegaba tarde de trabajar y había que estar juntos en la mesa siendo el único momento del día para coincidir un rato. Así que no podía seguir el estricto horario francés de cuidado de los niños; me regía por horario de emigrantes, sin darle más vueltas (sí reconozco haber preferido no tener el aseo, aunque privado, en el pasillo porque me daba miedo de noche) porque era muy feliz así. A veces temía tener aspecto de cansada en clase — algunas pobrecillas no podían evitar una cabezada — me atormentaba la idea de que pudieran pensar que en mi casa no se ocupaban de mí cuando yo me sentía muy querida, intenté, pues, con mis cortas luces, navegar entre lo particular y lo general.

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