Había en la casa una cartera negra. Nueve fotos siguen componiendo un todo que debía tener mucho sentido para mi padre porque nunca cambió el orden ni sacó ninguna de la funda para meter otra nueva en color, y yo las conservo así con el mismo misterio que las veía de niña. Se abre con el retrato de un hombre de los años veinte o treinta, luego unas fotos de sus primas, una de su madre, otra de la mía, y se cierra con una escena que no entendí hasta llegar a Bedmar a principios de los setenta. Es una foto en la noche; un plano picado sobre un abigarramiento de hombres trajeados, sobresale la imagen de un santo de espaldas saludando a una virgen. El trono de la imagen mariana es ágil y delicado, rural y genuino; se mueve grácil acompañado del balanceo de los ramos de flores y hierbas del campo, capaz de andar al ritmo de los empujones de emoción y los vivas de las gargantas alzadas.
La noche grande de Bedmar, la entrada en el pueblo de la Virgen de Cuadros, estuvo siempre en su cartera.
Mi padre era cuidador de flores. Trabajó en algunas obras públicas parisinas de envergadura; sus manos grandes, fuertes y callosas modelaban a su antojo los lazos de hierro que cimientan edificios, pero él amaba cuidar de las flores, celebrar lo delicado, proteger lo frágil y enfurecerse por lo indefenso. En su dureza de formación había encontrado el discurso retórico de las flores, y el ramillete que me regalaba cada domingo en los últimos años de su vida era el intercambio silencioso de unas incipientes rosas detectadas días antes, seleccionadas y cuidadas con celo, por un beso de niña agradecida.
Cada 25 de septiembre me gustaba meterme en la multitud a esperar el encuentro; las reverencias de San José, la inclinación extrema y elegante de la Virgen de Cuadros, las emociones contenidas y las que no. La humildad del momento sobrecogía. Él, desde lo alto del poyete de Dolores la Chiqueta, la esperaba siempre a verla pasar. No entendí porque elegía ese sitio hasta tres o cuatro años antes de que se nos fuera, cuando decidí subirme allí también a esperar con él. Uno de los motivos es que para los días importantes le gustaba llevar un capullo de rosa roja en el ojal. Al paso lento de la imagen le lanzaba su flor.
Me estas poniendo al día de muchas cosas. Me encanta.
Me gustaLe gusta a 1 persona