El primer día de clase del primer año de colegio, nos presentaron a la maestra como Mme Leloup. A esa edad, el apellido Lobo, para niñitas recién llegadas, sólo podía ponernos en estado de alerta. Pelo corto, robusta, piel muy blanca y ojos tremendamente azules sobre una nariz aguileña; resultó ser una mujer estricta y cariñosa que no cesaba ni un minuto de enseñar y acercarse a nosotras en actitud de madre cuando algo veía.
Subió de curso con nosotras a la par que crecíamos. Aún veo claramente su letra perfecta en la pizarra; ese día tocaba la ele de ala y de sal. La buena lectura y el cuaderno siempre perfecto sin gotas de tinta ni tachaduras –a pesar de esas plumillas que chirriaban en el trazo ascendente y se abrían en dos si apretabas al bajar en el palote gordo de la letra– me valían cada final de mes alguno de los premios; normalmente imágenes, algo más anchas que una cuartilla, de hermosas plantas dibujadas a lo Sibylla Merian y de colores melancólicos. Otras veces eran huchas de plástico con forma de gran naranja rugosa. Subíamos, una a una, todas las semanas, al estrado a recitar el poema que tocaba; con qué energía decían algunas Eh bien, dansez maintenant.
La primera vez que escribió trop timide en el recuadro de las notas dedicado a las observaciones de la profesora, pensé que aquello era tremendo y que me regañarían en casa; como no ocurrió, me acostumbré a verlo una y otra vez y a dejar de leerlo. Me sorprendo ahora de que un día contara conmigo para el teatro de fin de curso, el que se hacía justo antes de la entrega de premios –tres o cuatro libros atados con una ancha cinta de hermoso raso rojo. La representación consistía en una clase desastre que sólo contestaba con respuestas absurdas a las preguntas más simples. Mis padres tampoco pudieron asistir ese año. Se cantó la marsellesa, habló la directora y alguna autoridad –algún importante representante de la municipalidad, pero que nos resultaba forastero. Los besos de celebración me vinieron de ella. La tuve de maestra hasta que regresé a Bedmar. Pasó el tiempo sin olvidarla.
Cuando veinticinco años después volví a París para una estancia larga, mis hijas fueron escolarizadas en el colegio Émeriau, que les correspondía por cercanía a la vivienda. La primera mañana de aquel frío invierno de mil novecientos noventa y siete, hablando en la puerta con el director del centro, la vi. Me pareció un gran regalo del destino, aunque mis saludos volvieran a ser seguramente demasiado tímidos o recogidos. Al día siguiente me trajo una foto. Tantos años después, me dedicó la fotografía de grupo del teatrico. Ella seguía igual de guapa.