Etiquetas

, ,

Nos lo vino anunciando con grandes alegrías: aquella niña nos iba a mostrar las diapositivas de sus vacaciones. Giré el pupitre, como todas, para ponernos frente a la pantalla blanca. Sin alteración, algo impasible,  más bien seria, esperé. Comenzó a hablarnos de su viaje familiar por Irlanda… con qué desparpajo lo contaba, qué seguridad en su discurso, cómo podía saber que aquello era importante –a mí no se me habría ocurrido nunca hacer una exposición oral de mis vacaciones en Bedmar. Olvidé pronto el relato que nos hizo y me quedé para siempre con su imagen rubia, de camiseta amarilla en medio de una extensión muy verde, siempre verde, un horizonte ondulante de verdes o quebrándose en paredes precipitadas en el mar y devoradas por espumas gigantes.

Yo tenía otro paisaje, pero cómo contarlo si no era simple campo y estaba lleno de recovecos imaginarios por el que pululaban contradicciones, limitaciones e injusticias. El viaje hasta el paisaje bedmareño duraba casi tres días, incluyendo toda una noche en la aduana –un paso duro a la vuelta, cuando con escasa consideración sacaban los productos del pueblo y me temía que aquellos guardias maleducados se llevaran a mi padre. Una madrugada dijeron que no había tren. Estábamos cientos de familias esperando con maletas, cajas, bolsas de ropa, fiambreras, niños y ancianos cansados. Estaba acostumbrada a que él desapareciera sin decir nunca dónde iba. Entonces mi padre salió de entre las vías, tirando el cigarro a medias  con decisión y dijo seguidme. Nosotros éramos siete, pero cuando nos vieron acarrear nos siguieron todos. Llenamos los vagones, nos instalamos. Cuando pasó la policía preguntando quién había abierto, el silencio fue épico y el tren salió rumbo al sur.

A veces un taxista del pueblo nos esperaba en Madrid –era  «Mataqué», «El Rofero», «Collaos», todos amigos– que nos iba ya poniendo al día de las cosas en Bedmar. Cuando atravesábamos Guarromán, bajando una cuesta escoltada de pinetes blancos y rectangulares que protegían las casas del tráfico de la carretera nacional, entonces reconocía que entrábamos en Andalucía. Otras veces llegábamos a la estación de Jódar, bien entrada la noche. A esas horas los olivos oscuros del cansancio se abalanzaban sobre las luces del coche, se acercaban mucho, golpeaban la ventanilla, sus troncos se retorcían al límite para llegar a nosotros y mis ojos los retaban sabiendo que al día siguiente se retirarían y el sol los dejaría apaciguados en hileras reposadas.

De vuelta al colegio, podía haberles contado muchas cosas sobre lo que vi, pero era edad de comparar e interiorizar, no de explicar a aquellas niñas del septième  el afecto de la familia y la vida de un pueblo andaluz de los años sesenta.

encarnacionMedinaArjona olivos