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Vivía en una comunidad de no lectoras y acababa de entrar en el carácter de un colegio público parisino. Los apenas cincuenta metros que recorría por la avenue Rapp entre mi casa y la escuela servían quizá para caminar sobre un diván psicoanalítico pisando grandes hojas crujientes de plátano –recogiendo alguna sin barro del otoño- o evitando en la nieve las huellas de los demás para poder imprimir la mía. La escolaridad transcurrió en el centro comunal de niñas de la rue du général Camou –una escuela creada, según leo entre suspiros, el mismo año en que Zola publicaba La alegría de vivir-, un lugar cálido para mí, una cueva de los tesoros. Cuando volvía a casa por la tarde, entraba directamente en  Bedmar. Entre unas bonitas, pero escasas, paredes en color azul tierno pastel con ribetitos de escayola muy a la francesa, colgaba, en medio de una, una paellita de plástico, regalo de algún otro emigrante amigo; la central medía lo que daba de sí un espejo de aparador que afortunadamente nos proporcionaba algo de profundidad aunque sólo fuera una ilusión. Aquel diminuto  apartamento era una fortificación de mi padre y su nostalgia: se hablaba sólo en castellano, se comía cocido y potaje de habichuelas, se hacía ruido y se oían las voces los sábados hasta muy tarde con las amistades españolas. Cuando los domingos temprano volvía a pasar por Rapp era para comprarle a mi padre un pan redondo recién hecho que le recordaba los de su pueblo y podíamos desayunar un hoyo quitando la miga de una orilla y vaciando un buen chorreón de aceite de La Bedmarense.

Por esa época, él había traído a su madre, la abuela Encarnación, a vivir con nosotros. Yo suponía a la abuela feliz por poder estar acompañada también de mi tía Isabel que vivía en el quinzième, pero no debió ser así porque duró un año y en las primeras vacaciones se volvió para siempre a su casa. La verdad es que no me costó intuir su desubicación y notar fuertemente su extranjería cuando yo misma sentía a su lado una sensación de exposición pública. La abuela era mujer de ojos claros, grandes y carnosos labios a todo lo ancho de la cara, que combinaba con su largo pelo de edad recogido en un moño trenzado. Su atuendo siempre negro de faldas largas y varios refajos terminados en puntillitas colmaban la sorpresa de los viandantes parisinos distrayéndolos de las entonces cuitas del mismísimo mayo del sesenta y ocho. No es que dicha anciana, de mote «La Seca», saliera mucho de paseo –no lo acostumbraba tampoco en el pueblo- sino que cuando llegaron los primeros rayitos de sol de aquella primavera tan intelectual, necesitó salir a la puerta a tomar el sol. Echaba el peso de su cuerpo sobre el guardacantón izquierdo de la gran puerta  y se pasaba allí un rato aprovechando la luz. Con seis años me vi al cuidado, por si alguien le hablaba en francés, de aquella anciana de pueblo que a veces se ponía el pañuelo en cuatro nudos sobre la cabeza. Terminada la sesión, volvíamos dentro y podía sacar del aparador los libros de cuentos de Grimm, de Andersen o de Perrault. A todas les gustaba verme ensimismada en ellos.

EncarnacionMedinaArjona_Bedmar