Todo lo que duró el encuentro en Dourados, estuvimos acompañados por una «Melancolía negra». Con ese nombre, presenté el busto de todo a cien que presidió las comunicaciones; una joven de corpiño amarillo, dos trenzas negras cayendo por el cuello, una flor azul eléctrico en el pelo y, junto a unos labios muy rojos, el gesto de la mano sujetando la cabeza inclinada y pensativa. Una joven inquietante como la que preside la «Mesa surrealista» de Giacometti, pero la nuestra tiene más de función balsámica de la imaginación que de duelo o de tristeza. A mí me trae a la mente el contratiempo de Sartre de no poder llamar así a su náusea, pero sobre todo la frase de Beauvoir a Algren cuando le dice «sigo con mi libro sobre América, vertiendo en él todo lo que he sentido».
El momento de dejar la guardería y entrar en el colegio coincidió con el cambio de vivienda. Nos mudamos a otra casa de la dueña de la pastelería, en el 145 de la rue Saint-Dominique –donde viví hasta el regreso a Bedmar– y allí tenía una vecina algo mayor que yo; una niña negra que vivía en el tercero o el cuarto y que me daba mucha seguridad. Venía a recogerme algunos domingos por la tarde y me llevaba de la mano a los Campos de Marte. Me compraba un globo con el franco que le habían dado mis padres. Algunas veces el globo se escapaba. No lloraba. Todavía recuerdo el lugar exacto donde perdí uno rojo y el largo rato que disfruté mirando cómo disminuía hasta hacerse azul claro cielo. Además, los que conseguía llevar a casa se transformaban en un problema a causa del escaso espacio de que disponíamos; cuando se encogían y se arrugaban, y bajaban de encima del mueble hasta el suelo, todo era más fácil para movernos en aquellos pocos metros. Supongo que el triste globo podía entonces dormir bajo la cama plegable de la abuela que abríamos cada noche –ahora mismo no sé cómo organizábamos las sillas para que cupiera el sueño de la abuela.
Omar sigue así, el segundo día ya, echado y silencioso. Siempre que vuelvo de viajes sin él se pasa unos días muy quieto. Sin conciencia de mis idas y venidas, piensa que lo dejo porque se porta mal, que es un castigo, y a la vuelta se esmera en demostrarme lo bueno que será en adelante.
La mejor forma de vivir dos veces lo vivido.
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