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A Cascavel no he podido traer a Omar. Y mira que habría disfrutado él con paseos por el Lago, acercándose a los quero-quero, unas aves elegantes que, por parejas, en la orillita, sus figuras recortadas sobre el agua, ajenas a las miradas, parecen vociferar su amor al resto de animales. Las capibaras no se inmutan. Por más que las veo no me acostumbro a su tamaño; siempre echadas y relajadas, me permiten pasar tranquila, pero si las refiero, como ahora, lo hago con un soplo de respiración un poco encogido. Lo que me relaja en Paraná son las araucarias. No me canso de elevar la vista y exclamar la belleza de una, y cinco pasos más pensar que esta nueva es magnífica también, y luego otra que me lleva a pensar que estoy enamorada de todas. Tardan en crecer, pero se hacen hermosas, un tronco muy alto y limpio, y luego una copa plana, por encima de todas, racimos de flora jugando a alinearse y a flotar en el azul.

He decidido que no voy a cambiar de desayuno mientras esté aquí: papaya,  pão de queijo y mate.  Esta mañana he intentado probar algo más del enorme bufet de frutas y dulces… pero no, prefiero volver al piñón fijo de mis desayunos en Brasil durante las visitas de estos tres años. Así también voy engrosando mi memoria involuntaria, la proustiana, la que me llevará más allá del olor y el sabor hasta el tiempo y el espacio; la mía irá de la palabra directamente a Paraná,  no pasará por ninguna papila ni conducto alguno de mi fosa nasal ni diminuta neurona que contacte con mi entendimiento. Cuando esté en Jaén no necesitaré papaya ni  pão de queijo; la palabra existe y tendrá la voluntad de venir a mí cuando se le antoje.

A una amiga, el otro día, le llamaron la atención unas referencias de la llegada a París. Lo cierto es que no tengo memoria anterior a ese primer recuerdo parisino. Y si quiero pensar, me viene el grupo de palabras «en casa de la tía Sebastiana». Era una hermana de mi padre. Él marchó a París con un contrato de trabajo en la construcción, en 1962, y mi madre, embarazada, se quedó viviendo con ella. Un par de meses después, nací en casa de la chacha Sebastiana –que el lenguaje de aquella época, en nuestra tierra, le daba a «chacha» un significado muy íntimo- una mujer excepcional por como se las arreglaba para hacer feliz a quien le rodeaba. Mi madre es morena y mi padre rubio, así que ella se apresuró a enviarle un rectangulito de papel cebolla doblado en tres y atesorando dos centímetros de hebrillas de mi pelo. El mechoncito rubio estará todavía en el fondo de algún libro que no recuerdo, pero bien conservado como lo guardó él durante años. Yo tenía seis meses cuando le vi por primera vez; no, no puedo describirlo. Sí me contó mi madre que era para mí un extraño, que, agarrada a los barrotes de la cuna, me asomaba y escudriñaba con la mirada aquel intruso. Lo cierto es que ese personaje ajeno a mi breve historia había venido para llevarse a mi madre. Tardaron un año en volver por mí

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