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La tarde anterior, en internet, habíamos leído su nacimiento.  Llamé temprano al dueño. En apenas dos horas me dio tiempo a alborotar las emociones de mis hijas y ponernos en camino. La madre que siempre las protegió de esas razas de canes grandes, y evitó que se les acercaran o rozaran, ahora las llevaba directamente a la aventura de meter uno en casa.  Ilusionadas, inquietas por la responsabilidad, esa mañana de agosto, llegamos a Úbeda donde nos esperaba el dueño. Habíamos quedado en la gasolinera de la entrada, viniendo de Jaén. Quisieron presentarnos al padre; sí, un ejemplar único, blanco, pelo largo al ritmo de su paso galán, esbelto y mejor actor obedeciendo órdenes. Terminamos como cuando se sale de una película de Paul Newman y su rostro en la pantalla ha ocupado todo el espacio de tu retina. Allí quedó el padre, y nosotras nos encaminamos hacia el cortijo donde vivían los dos últimos pequeños de la camada, la madre, el padrastro y unos cuantos tíos de los cachorros. La madre se veía más rural, sin impaciencias ni espectáculos. Con el paso tranquilo de hembra agotada de criar, el pelo enroscado en mechones acanelados sobre sus anchas caderas vistas desde arriba los referimos todavía al ver a Omar. Ha salido a su madre, decimos con orgullo las tres cuando recordamos el momento –que no deja de traernos a la memoria los otros genes que no sacó…

Eran dos bolitas de peluche moviéndose ágiles y locas de alegría tras sus tíos que se dirigían al baño diario en el río. Omar bajó el metro de terraplén casi rodando, pero al llegar a la orilla se quedó parado. Esperó a que terminara el jolgorio en el agua, y volvieron los dos hermanos rezagados tras las enormes caderas de la madre. Cuando iban a entrar por el portón del cortijo, les dije «venga, vámonos»; el blanco se entró sin escuchar y él se paró, giró su cuerpo y su cabeza y nos miró despejando la duda que teníamos sobre cuál de ellos escoger. Lo metimos en el coche, en su primer viaje, que, por cierto, no le sentó al pobrecito nada bien. Durante ese primer viaje lo bautizamos. Se llamaría Omar porque ni de mayores las niñas hemos dejado las tres de ver juntas Doctor Zhivago por Navidad.

Yo también tengo un primer viaje del que no recuerdo nada si no es porque mi mente lo une a otra primera vez. Sólo sé, de aquel viaje que hice con año y medio, que mi madre me llevaba de la mano por el pasillo que une la puerta que da a la calle en el 99, rue du Faubourg Saint-Honoré, con el pequeño patio interior. Vivíamos allí porque ella vendía pasteles en Dalloyau. Salíamos, y una gran luminosidad entraba de la calle, un sol inhabitual. En aquel túnel de abertura final incandescente –principio o final de algo– nos debimos cruzar con dos conocidas de mi madre; recuerdo aún el alboroto y la alegría, algunas palabras en galimatías, y que ella me obligó a repetir merci -no tengo conciencia de haber hablado nunca más en francés (no me extrañaría habérmelas arreglado para no tener que hablar). Ahora asocio siempre mi primer viaje con mi primera conciencia de palabra, pero sé que hay más primeros viajes; el primer viaje con una persona siempre es el viaje inolvidable. El primero con Omar también lo es.