Las mañanitas de Calahonda son jóvenes y azules. Ver por primera vez el mar con diecisiete años es el regalo inolvidable. Nos pasó a muchas mocicas del interior; tardamos mucho en llegar al mar. Fue la primera excursión en pandilla. Tres días que comenzaron con horas de autobuses y trasbordos agotadores hoy, ilusionantes entonces. Llegamos al pueblo atardeciendo, plantamos un par de tiendas de campaña en la playa. Me acerqué respetuosamente a la noche de la orilla, con el miedo a la constancia de su espuma y a aquellos versos que rompía a su llegada –con la misma medida, con distinta asonancia. Y por la mañana, azul, brillante, prometedor, amigo, embaucador así era el mar en aquella punta. Fue algo extraordinario descubrirlo, y más aún, lo que más emociona, que mi padre me diera permiso para tal rito.
Hemos vuelto al lugar, mi hija María, Omar y yo. Íbamos buscando una playa para perros anunciada en la web –un rinconcito acotado en la costa tropical de Motril. Tres perros, contando al mío… una gozada. Primero titubeante, luego dispuesto a devolverme la bola aunque tuviera que arriesgar su vida a unos cuantos metros orilla adentro. Vuelve nadando como una tortuguita, posando pesadamente sus patas en el tramo de espuma y chinas, y las últimas puntillas de encaje del Mediterráneo me dejan ver salir un Omar con el pelo pegado a manojos y dirigiéndose hacia mí preguntando por su proeza. Luego juega con María y ésta se zambulle. Él se asusta y viene rápido a avisarme, se pega a mi pierna derecha, y los dos quedamos firmes, juntos y esperando a que ella salga del agua; entonces se relaja y vuelve al juego.
Nos fuimos a almorzar y terminar el día en Calahonda, en la deliciosa terraza del Embarcadero. Una exquisita ensalada de la casa y unas almejas que devoramos compulsivamente hasta mojar sopas en el aceitillo. Omar, echado a nuestros pies, disfrutando de la entrañable complicidad de un camarero, que nos hablaba de su perrilla, y que se dirigía a él como a uno más del convite. A pocos metros, una treintena de barcazas blancas flotaban sobre el azul, unas niñas jugaban en la ducha, y una hilera de sombrillas nos daba la espalda. A mitad de la comida, el murmullo aumenta, las bebidas frías y los ricos platos están haciendo efecto en los ánimos de las mesas vecinas; las risas suenan relajantes sabiendo de esa inmensidad al lado. El señor Sol ha ganado. Yo recuerdo a mi padre, con quien nunca vi el mar, a su figura erguida y seria, a sus ojos apasionados; qué gozada si hoy pudiera volver a pedirle permiso para ver amanecer en Calahonda.