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Terminar el trabajo rápido para poder salir a las once y media hacia la playa, llegarse a la farmacia para comprar el protector solar más potente, ponerse en camino para pasar un día los tres juntos, no volver tarde para que diera tiempo a corregir un TFG; todo eso parecía fácil de controlar.  Con las prisas, usar el recién comprado vaporizador sobre los párpados… son cosas que pasan… con las prisas. Vamos en dirección a la costa granadina; está cerca y parece la mejor opción. Llegando al túnel de Santa Lucía –imposible pasarlo sin que vengan a la mente los compases de Miguel Ríos-, me empieza a llorar el ojo derecho. Nada, un lagrimeo que pasará. Mi compañera de viaje se apresura a sacar un pañuelito de papel; se pone un poco nerviosa y, disimulando su angustia, mantiene el socorrido paquete en la mano. Se seca un poco mi ojo, pero tengo que disminuir la velocidad. Con la tontería, se me ha olvidado decirle que el túnel está en el Puerto de Arenas, bellamente pintado por Doré. Pasando Granada, tenemos que parar en una estación de servicio y lavarme con abundante agua. Y aprovechamos para refrescar a Omar.

Llegamos a la playa de Salobreña con los dos ojos llorando. Alquilamos unas hamacas, y en el hueco que queda entre las dos, Omar escarba un hermoso hoyo hasta llegar a la arena fresca. Y allí se queda, escondido bajo las tumbonas. Entonces me siento orgullosa de él; ha intuido que su presencia está prohibida y me ayuda a mantenernos juntos.

Corriendo también al mar. El baño es reparador; unos minutos que parecen llevarse el cuerpo a otro estado, casi gaseoso. Unas olas que sacuden suavemente la boca sin dejar intermedio para pensar en otra cosa que no sean ellas y tú. De vuelta a la hamaca, unos leen… yo soy incapaz, sólo puedo mirar. No quiero molestar, pero miro y mi mente se pone a imaginar historias de los demás. Dentro del mar no hay historias, sólo mi cuerpo gaseoso, la ola y mi boca, pero fuera está la imaginación incontrolable.

Rápido llega la hora del almuerzo. Maite me señala que debemos pedir permiso al chico del chiringuito para tener a Omar a nuestro lado mientras comemos. Me acerco a preguntar si podemos almorzar con un perrito.  «Sí, sí, puede ponerse en la mesa que quiera con el perrito», me responde. Agradezco con una sonrisa y me alejo con dudas sobre lo que pensará cuando vea al perrazo.

Echamos una buen rato en el Chiringuito Flores y comimos pescado a la brasa. Hicimos amistad con el camarero, un joven marroquí con el que pudimos hablar de la belleza de su tierra. Me escribió en el mantel de papel el nombre de su ciudad y sentí con él el orgullo de lo natal y la dificultad de expresarle a alguien en pocas palabras lo que se lleva por dentro. Aquellas letras vivaces, escritas entre dos comandas, hablaban de pasión.

Una ginebra con tónica para una y un café bombón para otra, y vuelta a las tumbonas. En un segundo, como un rayo, Omar se alejó. Iba directo hacia el agua, o al menos eso era lo que nos pareció a Maite y a mí, pero no. Mi mirada se fue hacia un hombre en el agua que gritaba «¡Chucho, chucho!» y una mujer a su lado que vociferaba «¡Qué asco!». Eran los dueños de una bolsa amarilla, seguramente con restos de comida, a la que se acercaba Omar con diligencia y seguridad. Corrí como una loca. Y a la vuelta también, ya sujeto Omar con la correa, por lo mucho que me quemaba la arena. Esta vez me denuncian, pensé. Volvió mi pobre amigo a buscar más arena fresca y se echó otro rato. Nos fuimos después de bañarse Maite. Salí de la playa sin mirar atrás. Como fugitivos nos subimos al coche, el aire acondicionado a tope y caminito de Jaén. Claro que habíamos disfrutado, y ahora lo recuerdo saboreando la prohibición.